Han tenido que pasar casi 3 años y una pandemia para que me anime a volver a escribir en el blog.
Hoy se cumplen 44 días desde que cerraron los colegios y nos instaron a quedarnos a todos en casa por una alta tasa de contagios de una enfermedad por coronavirus llamada COVID-19. Una enfermedad que había empezado a afectar a muchas personas de forma desigual, desde personas asintomáticas, o con síntomas leves, hasta personas con afecciones graves que no conseguían sobrevivir.
Todos habíamos oído hablar de la enfermedad desde hacía unas semanas, pero las noticias y las informaciones iban cambiando a medida que pasaban las horas. Desde una simple gripe hasta lo que es ya por todos conocido (hasta el día de hoy al menos).
Y así, estado de alarma decretado por el Gobierno de España mediante, nos encontramos confinados en nuestras casas desde el 13 de marzo. Sin clases presenciales en los colegios, telestudiando, teletrabajando en el mejor de los casos, saliendo de casa para lo imprescindible, y viviendo una situación que jamás podíamos, yo al menos, imaginar.
Nuestras vidas se habían paralizado. Los planes se habían esfumado.
Desde el día 1 de confinamiento yo entré en modo «ahorro de energía». Inconscientemente bloqueé todo lo que no fuera supervivencia básica, familia, casa, comida. Mantener esos tres ámbitos limpios, sanos, tranquilos y en equilibrio, me parecía más que suficiente. Yo, como la mayoría de la gente, pensé que podía ser un buen momento para hacer un montón de cosas para las que habitualmente no tenía tiempo, pero era absolutamente incapaz. Veía en Instagram a gente horneando bizcochos y galletas sin parar, haciendo yoga, tablas de ejercicios, manualidades a diestro y siniestro, y en nuestra casa pasaban las horas sin más, ni menos.