Ays, cómo me cuesta escribir sobre esto. Y me cuesta porque aún es una herida sin curar. Es una sombra a la que tendré que ir dando luz poco a poco.
Los que me conocen saben que he sido, y soy, una insistente defensora de la lactancia materna. La primera vez que me quedé embaraza no pensé mucho en ello, pero cuando nació la niña, la lactancia se convirtió en una de las cosas más bonitas que me deparó la maternidad. Sin quererlo. Sin expectativas. Sin presiones. Durante más de año y medio disfrutamos de algo que creo que es irrepetible. Un regalo. Y eso que las primeras semanas no fueron fáciles. La niña perdió peso, más de lo previsto, y tanto pediatras como entorno me insistían en ayudarle con biberón. Así lo hice durante 4-5 semanas. Hasta que un día decidí ir eliminando los biberones poco a poco, porque claramente estaba afectando también a mi producción de leche, y en consecuencia a la alimentación de la niña. Así que, casi en secreto, sin presiones, como una cosa que sólo nos incumbía a ella y a mí, dejé de darle leche de fórmula y conseguimos establecer una lactancia materna exclusiva perfecta, que la disfrutamos como ambas quisimos, y hasta que ella quiso.
Llegó el segundo embarazo, con muchas más expectativas que con el primero sobre la lactancia materna. Había sido taaaan bonito la primera vez, que ni me planteaba que esta segunda fuera diferente.
Nació el niño, con bastante más peso que la niña, un mejor parto, sin epidural, si oxitocina, más natural, más salvaje, más rápido, más real, más intenso. El parto que yo quería. Una experiencia increíble. Tanto el niño como yo, estábamos perfectos. Sin embargo, el alumbramiento de la placenta fue mi caballo de batalla (la placenta, esa gran desconocida). Resumiendo, dos horas después del parto tuve que pasar por quirófano para que me extrajeran la placenta.
Este paso por quirófano, sala de despertar, etc, supuso que el niño estuviera que en neonatos algo más de 4 horas. Y en esas horas, le dieron su primer biberón (tras el primer enganche a la teta en el mismo paritorio). A mí me queda aún la duda de si aquel biberón era verdaderamente necesario, imprescindible. Y sinceramente, tengo la sensación de que aquello fue el principio del fin. Desde ese instante hasta casi los 5 meses de vida, teta y biberón han batallado sin tregua. Hemos batallado sin tregua. Guerra sin cuartel.
Tampoco estoy todavía con ánimo de dar más detalles, pero después de muuuuuchas lágrimas, muchas reuniones con matrona, grupo de lactancia (gracias, gracias, gracias), momentos compartidos con otras madres (algunas super-madres diría yo), sus historias… hemos perdido.
Aún me siento triste por ello. Y creo necesitar pasar una especie de duelo para poder ver y valorar lo que ha pasado con calma, con perspectiva y sin rencor. Y quizá algún día volver a escribir y hablar sobre ello.