Han pasado 166 días.
Hemos tenido 166 días para pensar.
Yo he tenido a mis hijos conmigo durante 166 días de manera prácticamente ininterrumpida. Hemos cocinado, jugado, estudiado, hemos sobrevivido a un encierro que hemos intentado llevar lo mejor posible, hemos cumplido con una desescalada de locos. Con la llegada del verano tomamos una serie de decisiones como no viajar, no movernos de nuestro entorno cercano, crear una pequeña burbuja social que nos permitiera relacionarnos con más niños y adultos, dentro de un un entorno más o menos estable. Han sido decisiones que hemos tomado como familia, pensando que era lo mejor para nosotros y para nuestro entorno. No ha sido fácil. No ha sido cómodo. Y tampoco sé si ha sido la mejor opción, pero hemos intentado ser coherentes y apostar por algo.
Nuestros gobiernos han tenido los mismos 166 días para pasar por las fases que de alguna forma hemos pasado todos: desconocimiento, desconcierto, asimilación, adaptación, resistencia, estabilidad. No he sido nada crítica con las decisiones que se han tomado. Me parecía todo tan complicado que me limitaba a escuchar, reflexionar y acatar. Sinceramente he creído que, teniendo en cuenta la situación, se estaba haciendo lo que se podía de la mejor manera posible. Que no era fácil.
Sin embargo, desde que llegaron el verano y la «nueva normalidad» todo ha sido un cúmulo de despropósitos. Decisiones con un fuerte olor a intereses puramente económicos y políticos. Han jugado a decidir cómo y cuándo tenernos contentos y calladitos, permitiendo elecciones, ocio, hostelería, turismo… Vía libre para que el rebaño esté tranquilo y satisfecho.